Hoy quiero contarte cómo cambié yo. O más bien, cómo empecé a cambiar.
Sé que lees y escuchas historias sobre personas que cambian radicalmente, que dejan sus vidas en un momento determinado y dan un giro de 180 grados así como si nada, en el tiempo en el que tú y yo nos tomaríamos un café. Y además de ser rápido y sencillo el cambio, siempre tiene final feliz. ¿Te suena ésto?
Yo también he leído mucho sobre el cambio, sobre personas que un día decidieron que su vida ya no les gustaba y decidieron hacer algo al respecto. Pero te aseguro que si el cambio es verdadero y genuino, no es para nada fácil ni rápido.
El cambio es algo más que mudar la piel, que es lo que hacen las serpientes. Implica más cosas que un cambio de profesión o de lugar de residencia. El cambio tiene que ver con la manera en que hacemos las cosas, cómo las pensamos, y cómo las sentimos. Es decir, cambiamos la manera en que miramos al mundo, a nuestro entorno, y a nosotros mismos. Y para mí cambiar es algo que tiene fecha de comienzo, pero que nunca finaliza. Siempre hay margen para conocernos mejor y para trabajar en pos de sentirnos más en paz.
Antes de seguir con mi experiencia personal, te diré que el cambio no es algo que esté limitado para aquellos que creemos ser más conscientes, o que nos sentimos más preparados porque hemos leído más, o que vamos a un grupo de crecimiento personal, o que hacemos terapia. El cambio es como un mar en el que estamos todos, que nos envuelve a todos. Cambiamos desde el día en que nacemos, y seguimos así hasta que morimos. El tema es que hay muchas personas que decidimos meter la sexta velocidad en nuestra vida y aceleramos el proceso de cambio, lo multiplicamos por mucho, y probablemente por eso desde fuera se nos note distintos, se nos vea cambiando de trabajo, dedicando nuestro tiempo a otras cosas, etc.
Pues bien, en mi vida también llegó el día en que decidí meter la sexta velocidad y lanzarme por la autopista, con un coche que no conducía a gusto, y con ganas de conseguir una nueva piel que me sentara mejor. No fue una decisión ni tan simple ni tan rápida como puede parecer, porque fue algo que llego a mi vida en forma de pequeñas señales.
Por aquel entonces yo estaba trabajando en una empresa de construcción como gerente, con mi padre (que había sido mi jefe) fuera de ella y a la vez dentro, con una vida acomodada, casa, marido y dos hijos pequeños, y pensando que ahí estaba mi techo, que hasta ahí es hasta donde yo había planeado mi vida. Pero sentía que tenía que haber más, que tenía que crecer hacia algún sitio, que algo más tenía que estar esperándome a la vuelta de la esquina, o que ese "algo" lo tenía que encontrar yo.
Y fue por el ámbito laboral por donde comencé mi largo proceso de cambio. En la empresa, como decía, yo trabajaba como gerente, aunque mi padre aún seguía presente. En ese espacio confluían por un lado su manera de hacer, su estilo, y por otro mi forma, con mis nuevas ideas, mis ganas de crecer y de hacer las cosas diferentes. Pero aquello era imposible. Él trataba de apartarse para dejarme espacio a mí, pero el entorno le seguía viendo como gerente, y a mí me costaba un horror tomar ese puesto, porque vivía comparándome con él, tratando de hacer las cosas a su manera, pero no lo conseguía. Así que poco a poco me dejé llevar por la manera de hacer de siempre, y congelé mis ideas y proyectos a futuro, junto con mis ganas de cambiar y crecer.
En esas andaba yo, moviéndome en el mar del cambio, dejándome mecer por las olas sin tratar de llegar a ningún sitio concreto, cuando a mis manos llegó una formación para directivos, una formación basada en el liderazgo y con un apellido que me despertó mucho la curiosidad: sistémico. Investigué un poco, pregunté a quien lo impartía y me apunté, totalmente convencida de que esa formación iba a ser la solución a mis problemas en la empresa, que con ella conseguiría ser la mejor gerente y tener la mejor empresa.
Ni de lejos fue la solución a mis problemas. Fue una toma de consciencia brutal de lo duro, difícil y largo que es el camino del cambio. Y ¿por qué? Por dos razones.
1. Podemos cambiarnos a nosotros mismos, pero no podemos cambiar a los demás, con lo cual, tratar de cambiar el entorno que te rodea es muy complicado, y la única manera de hacerlo es cambiando uno mismo. Y ese cambio es como una pequeña piedra que tiras a un estanque y que crea una pequeña onda que a su vez crea otra y así hasta que las ondas llegan a la orilla.
Lo ideal sería llegar a la empresa y decir, "tengo la solución a nuestros problemas, a partir de mañana vamos a hacer esto, esto y también lo otro". Y más ideal sería escuchar a los compañeros decir "perfecto, a partir de mañana haremos todo como tú dices". Obviamente no tengo que decir que esto es lo más increíblemente ingenuo que puedes imaginar. Y a pesar de ello, hay personas que creen ciegamente que pueden llegar a los sitios e imponer su forma y su modelo y mantenerlo en el tiempo.
2. Si hemos llegado al punto en que hemos acordado un cambio en el lugar de trabajo, en un departamento concreto, o para un proceso concreto, lo difícil ahora es mantenerlo en el tiempo. Y puedes pensar que sí, que si tiene sentido y es mejor para todos, es muy fácil que salga adelante. Pues no. Esta es la segunda razón por la que los cambios no prosperan, y es que los hábitos que hemos creado durante mucho tiempo es complicado cambiarlos. Y ¿por qué?. Pues porque habitualmente operamos (vivimos) con (desde) el 80% de nuestro inconsciente, es decir, tiene mucha más fuerza la forma (aprendida en el pasado) inconsciente de hacer las cosas, que la forma consciente. Por ello, cuando no estamos prestando atención, nuestro cerebro procesa, decide y hace con aquello que ya conoce, es decir lo que ya sabe, lo que ya aprendió en el pasado y sabe que funciona.
Con lo cual, cuando yo terminé esta formación de liderazgo, había aprendido muchas cosas sobre la escucha, sobre los roles en la empresa, sobre los cambios. Y cuando puse en marcha algunas herramientas, algunos recursos que sentía que mejorarían, entonces me di cuenta de que era un proceso titánico, que iba a requerir de mí muchísima energía para mantenerlo, mucha intención para ser consciente y estar alerta de lo que sucedía, y mucha resistencia para mantener los pequeños cambios que quise implantar en la empresa.
En ese momento me di cuenta de que para mí era mucho más interesante ayudar a otras personas a ver lo que yo había visto, que seguir en mi empresa. Aún así, seguí allí durante dos años más, dos años en los que comencé a mirar la empresa como un ser vivo, donde hubo pequeños cambios que surtieron efecto, donde las relaciones mejoraron y donde empecé a vislumbrar el final de esta etapa. En esos años, los socios en activo se jubilaron y el entorno laboral y económico se tornó complicado. Y de una forma consciente decidí, junto a mi padre, cerrar la empresa. Organicé un cierre ordenado con empleados, proveedores y clientes, un cierre que fue emocionalmente difícil pero que consideré necesario. Y desde ahí cogí impulso, y junto a Ibon creamos utilitas.
Toda esta experiencia, estas tomas de consciencia que me llevaron a cerrar la empresa y cambiar de profesión, son recursos que hoy utilizo con mis clientes, que les muestro para que vean que el cambio es complejo, largo pero posible y positivo.
Te invito a que pienses en los cambios conscientes o inconscientes que has hecho en tu vida. Puedes también reflexionar sobre aquellos que has querido hacer y aún no has conseguido, y puedes contármelo dejando un comentario más abajo.
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